Enrique Morente ya está donde penas y dichas no son más que nombres, como él cantaba en una de sus idas y venidas a los versos de los grandes poetas, a los que dio un nuevo vuelo desde su quijotesco y surrealista modo de entender el flamenco, de cuya ortodoxia, curiosamente, era el dueño.
Morente era todo: el ortodoxo, el vanguardista, el que se adapta, el que experimenta, el paciente, el escapista, el de vertiginoso pensamiento y sentencias como fogonazos geniales, el de las rendijas por ojos, el de amigos hasta en el infierno, pero, sobre todo, el artista que hiciera lo que hiciera fascinaba al público.
«Creativo», como él llamaba a contar más «embustes» que el mítico Pericón, llevaba a sus 68 años casi cumplidos (los hubiera hecho el día de Navidad) medio siglo de carrera y tenía entre sus méritos haber sido el depositario del saber enciclopédico de Pepe de la Matrona, y ser el único capaz de cantar los 49 palos y medio del jondo.
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La inquietud, la improvisación y el arte fueron su sello, orgulloso de que su nombre atrajera a los nuevos flamencos y enamorara a los de raza aunque, paradójicamente, sólo tenía una peña dedicada a él en toda España (en Oviedo)- y eso, reía achicando los ojos, «por pena».
En los sesenta hizo su primera aparición en un festival flamenco, con un cartel de «terremoto»: Juan Talega, Fernanda y Bernarda de Utrera, Gaspar de Utrera, Tomás Torre y Antonio Mairena. Su prestigio creció exponencialmente cuando entró a formar parte del elenco de artistas de Zambra, donde cultivó el cante p’atrás y p’alante conviviendo con fenómenos como Rafael Romero El Gallina, Juan Varea o Perico el del Lunar.
Después de ganar el Primer Premio del Certamen Málaga Cantaora germinó su choque con los estereotipos que yacen en la ortodoxia del flamenco, que él creía que debían ser justo la invitación a recorrer nuevas veredas, siempre con naturalidad, sinceridad y honestidad, viendo si los errores le servían para explorar nuevos mundos. «Cuando se intentan nuevas cosas, no todo va a salir perfecto, todo no va a salir bien. Para mí sería mucho más cómodo estar cantando siempre la malagueña de El Canario, pero me aburre cantar siempre igual», decía.
Era su peor crítico, «el más terrible», siempre enfadado con él mismo porque, aseguraba, nunca hacía las cosas como quería. «Hoy hago bien las cosas con las que soñaba hace diez años. Soy el Morente que hace diez años quería ser», como si fuera un verso de sus adorados Miguel Hernández, Federico García Lorca, Antonio Machado, Lope de Vega, San Juan de la Cruz, o Pablo Ruíz Picasso, en cuyos brazos «moría».